Tratado de los excitantes modernos (fragmento), de Honoré de Balzac

Honoré de Balzac
I    La cuestión planteada

La absorción de cinco sustancias, descubiertas hace más o menos dos siglos, e introducidas en la economía humana, ha alcanzado desde hace unos años tales dimensiones que las sociedades modernas pueden verse transformadas de forma considerable.
Las cinco sustancias son:

1.° El aguardiente o el alcohol, base de todos los licores, cuya aparición se remonta a los últimos años del reinado de Luis XIV, y que se inventaron para atemperar el frío de su vejez.
2.° El azúcar. Esta sustancia sólo ha invadido la alimentación popular recientemente, en el momento en que la industria francesa fue capaz de fabricarla en grandes cantidades y de llevarla a su antiguo precio, que seguramente bajará aún más, a pesar del fisco, que está al acecho para gravarla con impuestos.
3.° El té, conocido desde hace unos cincuenta años.
4.° El café. Aunque los árabes lo descubrieron en la antigüedad, en Europa este excitante no se usó demasiado hasta mediados del siglo XVIII.
5.° El tabaco, cuyo uso por combustión sólo se ha generalizado desde que hay paz en Francia.

Empecemos examinando la cuestión desde el punto de vista más elevado.
Una parte determinada de la energía humana se dedica a la satisfacción de una necesidad; de ella se deriva esa sensación, distinta según los temperamentos y los climas, que denominamos placer. Nuestros órganos son los ministros de nuestros placeres. Casi todos tienen una doble función: absorben sustancias, las incorporan a nuestro ser, y luego las devuelven, en todo o en parte, bajo una forma determinada, al depósito común, la tierra, o la atmósfera, el arsenal en el que todas las criaturas encuentran su fuerza neocreativa. Estas pocas palabras bastan para describir la química de la vida humana. Los sabios no encontrarán nada que objetar a esta fórmula. No hallaréis ningún sentido, y por sentido hay que entender todos sus aditamentos, que no obedezca a esta carta magna, en cualquier parte del mundo en que desempeñe sus funciones. Todo exceso se debe a un placer al que el hombre quiere volver a sentir más allá de las leyes ordinarias promulgadas por la naturaleza. Cuanto menos ocupada está la energía humana, más tiende al exceso; la mente le lleva a él de forma irresistible. 

I. Para el hombre social, vivir quiere decir gastarse a mayor o menos velocidad. 

De lo que se deduce que cuanto más civilizadas y tranquilas son las sociedades, más se adentran en el camino del exceso. Para ciertos individuos la paz es un estado funesto. Tal vez por eso mismo Napoleón dijo: "La guerra es un estado natural". 
Para absorber, reabsorber, descomponer, asimilar, producir o recrear una sustancia determinada, operaciones que constituyen el mecanismo de todo placer sin excepción, el hombre envía su energía o una parte de su energía a aquel o aquellos órganos que son los ministros del placer de que se trata. 
La naturaleza pretende que todos los órganos participen de la vida en igual proporción; a medida que la sociedad genera en los hombres una especie de sed por tal o cual placer cuya satisfacción lleva a tal o cual órgano más energía que la que corresponde, y a menudo la totalidad de la energía, los afluentes que lo nutren abandonan a los órganos excluidos en una cantidad equivalente a la que reciben los órganos más exigentes. A ello se deben las enfermedades y, en definitiva, la brevedad de la vida. Esta teoría, como todas las que se basan en hechos en lugar de ser publicadas a priori, es de una infalibilidad asombrosa. Haced que la vida vaya al cerebro gracias a un trabajo intelectual constante, y la energía lo transforma, ensancha sus delicadas membranas, enriquece la pulpa; pero habrá abandonado hasta tal punto el entresuelo que el hombre de talento se encontrará en esa zona con la enfermedad que con toda decencia la medicina denomina frigidez. En cambio, si os pasáis la vida al pie de divanes en los que hay mujeres de infinitos encantos, si sois intrépidos en el amor, llegaréis a ser un auténtico franciscano que ha colgado los hábitos. La inteligencia no puede funcionar en las altas esferas de la concepción. La verdadera fuerza se halla entre ambos excesos. Cuando se dedica a la vez a la vida intelectual y a la vida amorosa, el hombre de talento muere como murieron Rafael y Lord Byron. el casto muere por exceso de trabajo del mismo modo que el libertino; pero ese tipo de muerte es muy infrecuente. El abuso del tabaco, el abuso del café, el abuso del opio y del alcohol, producen graves problemas, y llevan a una muerte precoz. El órgano, excitado continuamente, continuamente nutrido, se hipertrofia: alcanza un volumen normal, se deteriora, y corrompe el organismo, que sucumbe. 
Según el derecho moderno, cada cual es dueño de sí; pero si los elegibles y los proletarios que leen estas páginas creen que sólo se hacen daño a sí mismos al echar humo como un remolcador o al beber como un Alejandro, se equivocan estrepitosamente; adulteran la raza, corrompen a su descendencia, lo que es la ruina de las naciones. Una generación no tiene derecho de arruinar a otra. 

II. La alimentación es la generación.

Grabad este axioma en letras de oro en vuestros comedores. Es curioso que, tras haber pedido a la ciencia que enriqueciera la nomenclatura de los sentidos con el sentido genésico, Brillat-Savarin haya olvidado mencionar la relación que existe entre lo que produce el hombre y las sustancias que pueden modificar las condiciones de su vitalidad. Con qué placer habría leído en su obra este otro axioma:

III. La pescadería da niñas, la carnicería niños; el panadero es el padre del pensamiento

El destino de un pueblo depende de sus alimentación y de su dieta. Los cereales han producido pueblos artistas. El aguardiente ha acabado con las razas indias. Para mí Rusia es una aristocracia sustentada por el alcohol. ¿Quién sabe si el abuso del chocolate no tuvo algo que ver con la decadencia de la nación española, la cual, en el momento del descubrimiento del chocolate, estaba a punto de fundar un nuevo imperio romano? El tabaco ya ha dado su merecido a los turcos y a los holandeses, y amenaza a Alemania. Ninguno de nuestros estadistas, que por lo general se ocupan más de sí mismos que de la cosa pública, salvo que se considere que sus vanidades, sus amantes y su patrimonio son parte de la cosa pública, sabe adónde va Francia por el abuso del tabaco, por el consumo de azúcar, de patatas en lugar de trigo, de alcohol, etc.
¡Fijaos en la diferencia de tez y de aspecto entre los grandes hombres de la actualidad y los de los siglos pasados, que resumen siempre las generaciones y las costumbres de una época! ¿Cuántos talentos de todo tipo vemos malograrse hoy, hastiados después de una primera obra enfermiza? Nuestros padres son los responsables de las voluntades mezquinas de estos tiempos.
He aquí el resultado de un experimento realizado en Londres, cuya veracidad me ha sido confirmada por dos personas de la máxima confianza, un sabio y un político, y que trata de las cuestiones que vamos a examinar. 
El gobierno inglés permitió disponer de la vida de tres condenados a muerte, a los cuales se les dio la opción de ser colgados según el procedimiento habitual en ese país, o de vivir exclusivamente, uno de té, otro de café, y el otro de chocolate, sin añadir ningún otro alimento de ningún tipo, y sin beber otros líquidos. Los granujas aceptaron. Tal vez cualquier condenado habría hecho lo mismo. Como cada alimento ofrecía más o menos posibilidades, hicieron un sorteo. 
El hombre que vivía de chocolate murió después de ocho meses. 
El hombre que vivía de café duró dos años. 
El hombre que vivía de té sucumbió al cabo de tres años. 
Sospecho que la Compañía de Indias pidió que se realizara el experimento por sus intereses comerciales. 
El hombre del chocolate murió en un terrible estado de podredumbre, devorado por gusanos. Los miembros se le fueron cayendo uno a uno, como los de la monarquía española. 
El hombre del café murió abrasado, como calcinado por el fuego de Gomorra. Podría haberse hecho cal con él. Se propuso, pero el experimento pareció contrario a la inmortalidad del alma. 
El hombre del té se volvió delgado y casi diáfano: murió de tisis, en el estado de linterna; a través de su cuerpo se veía la claridad; un filántropo fue capaz de leer el Times gracias a una luz que pusieron detrás de su cuerpo. La decencia inglesa no permitió realizar un experimento más original. 
No puedo dejar de observar lo filantrópico que resulta utilizar al condenado a muerte en vez de guillotinarlo brutalmente. Teniendo en cuenta que la adipocira de los anfiteatros anatómicos ya se emplea para fabricar velas, no debemos detenernos en un camino tan prometedor. Pongamos a los condenados en manos de los sabios, y no del verdugo. 
Otro experimento, relativo al azúcar, se realizó en Francia. 
El señor Magendie alimentó a unos perros exclusivamente a base de azúcar; los horribles resultados de su experimento fueron publicados, así como el tipo de muerte de esos curiosos amigos del hombre, cuyos vicios comparten (los perros se dan al juego); pero tales resultados no pueden probar nada en cuanto a nosotros. 



II   Sobre el alcohol 


La uva fue la primera en revelar las leyes de la fermentación, nueva acción que se produce entre sus elementos gracias a la influencia atmosférica, y de la que se deriva una combinación que tiene alcohol obtenido por destilación, y que, desde entonces, la química ha encontrado en un sinfín de productos vegetales. El vino, resultado inmediato, es el más antiguo de los excitantes: como hay que darle al césar lo que es del césar, hablaremos de él en primer lugar. Además, en la actualidad es la sustancia que mata a más gente. Teníamos miedo del cólera. ¡Pero el alcohol es otra plaga!
¿Qué paseante no ha observado en los alrededores del mercado central de París el tapiz humano que forman, entre las dos y las cinco de la mañana, lo habituales, hombres y mujeres, de las bodegas, establecimientos innobles que no tienen nada que ver con los palacios que se construyen en Londres para los consumidores que van a ellos a consumirse, pero cuyas consecuencias son las mismas? Tapiz es la palabra justa. La armonía entre los rostros y los andrajos es tan grande que uno no sabe dónde empieza la piel, dónde esta el gorro y dónde empieza la nariz; a menudo el rostro está más sucio que el trozo de tela que entrevéis al analizar a esos monstruosos personajes, escuchimizados, con mala cara, llenos de arrugas, pálidos, azulados, desfigurados por el alcohol. A esos hombres les debemos el innoble alevín que parece que llega a ser el horrible chiquillo de París. Los seres enfermizos que componen la población obrera proceden de esas barras. La mayoría de las mujerzuelas de París se ven diezmadas por el abuso de los licores fuertes. 
Como observador, habría sido indigno de mí ignorar los efectos de la embriaguez. Debía estudiar los placeres que seducen al pueblo, y que han seducido, hay que decirlo, de Byron a Sheridan, y tutti quanti. La cosa era difícil. En mi calidad de bebedor de agua, preparado tal vez para ese asalto gracias a mi inveterada costumbre de beber café, el vino no me afecta en absoluto, con independencia de la cantidad que mi capacidad gástrica me permite absorber. Como comensal salgo caro. Al enterarse de este hecho, un amigo mío quiso arrebatarme mi virginidad. Yo nunca había fumado. Su futura victoria se basó en otras primicias que esperaban su consagración diis ignotis. Así pues, un día de Ópera Italiana, mi amigo me retó, en la esperanza de hacerme olvidar la música de Rossini, la Cinti, Levasseur, Bordogni y la Pasta, en un diván al que había echado el ojo dese el postre, y en el que él mismo acabó acostándose. Diecisiete botellas vacías asistían a la derrota. Como me hizo fumar dos puros, el tabaco tuvo su efecto, que percibí al bajar las escaleras. Los escalones parecían de una materia blanda; pero me subí gloriosamente al coche, razonablemente erguido, serio y poco dispuesto a hablar. Una vez dentro tuve la impresión de estar en un horno, bajé un aventanilla, y con el aire acabé de colocarme, expresión técnica de los borrachos. La naturaleza me parecía de una vaguedad sorprendente. Los escalones del vestíbulo del teatro de los Bouffons me parecieron aún más blandos que los otros; pero sin mayor contratiempo conseguí ocupar mi asiento en el palco. En aquel momento no me habría atrevido a afirmar que estaba en París, rodeado de gente deslumbrante de la que todavía los trajes ni los rostros. Mi alma estaba borracha. Lo que oía de la obertura de La Gazza equivalía a los sonidos fantásticos que, desde el cielo, descienden hasta los oídos de una mujer extasiada. Las frases musicales me llegaban a través de las nubes brillantes, sin ninguna de las imperfecciones que los hombres dejan en sus obras, repletas del elemento divino que el sentimiento del artista imprime en ellas. La orquesta me parecía un enorme instrumento en el que se llevaba a cabo un trabajo cualquiera cuyo movimiento y mecanismo no conseguía captar, puesto que sólo veía de forma muy confusa los mangos de los bajos, los arcos moviéndose, las curvas de oro de los trombones, los clarinetes, las luces, pero no a los hombre. Sólo una o dos cabezas empolvadas e inmóviles, y de rostros ampulosos, que no paraban de gesticular, molestándome. Estaba medio dormido. 
—Este señor huele a alcohol —dijo en voz baja una dama cuyo sombrero acariciaba a menudo mi mejilla y al que, sin darme cuenta, mi mejilla se acercaba. 
Reconozco que me sentó mal.
—No señora mía —le respondí—, lo que huele es su perfume. 
Salí, manteniéndome muy derecho de forma admirable, tranquilo y frío como alguien que, no contando con el aprecio de los demás, se retira haciendo que quienes le han criticado teman haber molestado a un genio superior. Para probar a esa dama que era incapaz de beber en exceso, y que mi aliento debía deberse a una casualidad que no tenía que ver con mis costumbres, planeé acercarme al palco de la Duquesa de... (guardémosle el secreto), pues habiendo entrevisto su rostro, tan curiosamente rodeado de plumas y encajes, me sentí irresistiblemente atraído hacia ella por el deseo de comprobar si aquel peinado inverosímil era auténtico o se debía a alguna fantasía de la óptica particular de que gozaba por unas horas. 
—Cuando esté allí —pensé—, entre esa gran dama y su amiga tan amanerada, tan puritana, nadie sospechará que estoy algo borracho, pensarán que debo ser un hombre importante acompañado por dos señoras. 
Pero seguía errando por los interminables pasillo de la Ópera Italiana, sin haber podido encontrar la maldita puerta del palco, cuando la muchedumbre, que salía una vez esperando el espectáculo, me empujó contra una pared. Aquella noche fue, sin duda, una de las más poéticas de mi vida. Nunca he visto tantas plumas, tantos encajes, tantas mujeres hermosas, tantos pequeños cristales ovalados a través de los cuales los curiosos y los amantes observan lo que hay dentro de un palco. Nunca he derrochado tanta energía, ni mostrado tanto carácter, podría incluso decir tanta cabezonería, si no fuera por el respeto que nos debemos a nosotros mismos. La tenacidad el rey Guillermo de Holanda en la cuestión belga no es nada en comparación con la perseverancia que empleé para pasar desapercibido y conservar una amable sonrisa.  A pesar de too, tuve accesos de cólera, y alguna vez me eché a llorar. Esa debilidad me pone por debajo del rey de holanda. Y me atormentaban ideas horribles al pensar en lo que esa dama podía con razón pensar de mí, si no me dejaba ver entre la Duquesa y su amiga, pero me consolaba despreciando a la totalidad del género humano. Con todo, estaba equivocado. Aquella noche había personas amables en los Bouffons. Todos me mostraron la máxima atención y trataron de dejarme pasar. Al final, una dama muy hermosa me ofreció su brazo para salir. Esta amabilidad se debió a la alta consideración que me dispensó Rossini, quien me dedicó unas palabras elogiosas que he olvidado, pero que debieron debieron ser de una agudeza sin igual; su conversación vale tanto como su música. Aquella mujer era, creo, una duquesa, o tal vez fuera una acomodadora. Mi recuerdo es tan confuso que es más probable que fuera una acomodadora de una duquesa. ¡Aunque llevaba plumas y encajes! ¡Más plumas y encajes! En suma, acabé en mi coche, por la suprema razón de que mi cochero tenía conmigo un parecido que me irritó, y que dormía solo en la plaza de la Ópera Italiana. Llovía a cántaros, pero no recuerdo haber sentido ni una gota de lluvia. Por primera vez en mi vida saboreé uno de los placeres más vivos y fantásticos del mundo, éxtasis indescriptible, el gozo que uno siente al atravesar París a las once y media de la noche, a toda velocidad en medio de farolas, viendo pasar miríadas de tiendas, luces, rótulos, figuras, grupos, mujeres cubiertas por paraguas, esquinas de calles con una iluminación increíble, plazas negras, observando, a través de las rayas del chubasco, mil cosas que tenemos la impresión engañosa de haber visto ya en alguna parte a plena luz del día. Y más y más plumas y encajes, hasta en las pastelerías. 
Aquel día aprendí el placer de la embriaguez. La embriaguez cubre la vida real con un velo, apaga la conciencia de las penas y el dolor, permite deshacerse del peso del pensamiento. Se comprende entonces que los grandes genios hayan recurrido a ella, y que el pueblo se dé a la bebida. En lugar de activar el cerebro, el vino lo atonta. en vez de atraer las reacciones del estómago hacia las energías cerebrales, el vino, una vez absorbido el contenido de una botella, oscurece las papilas, satura los conductos, hace que el gusto deje de funcionar, y no permite al bebedor distinguir la calidad de los líquidos que le sirven. Las bebidas alcohólicas se absorben, y parte de ellas pasa a la sangre. Grabad pues este axioma en vuestra mente:

IV. La embriaguez es un envenenamiento momentáneo.

Así pues, a causa de la repetición constante de los envenenamientos, el alcohólatra acaba modificando la naturaleza de su sangre; altera su movimiento quitándole sus principios o desnaturalizándolos, y se produce en él una alteración tan grande que la mayor parte de los borrachos pierden las facultades generativas o las dañan de tal modo que traen hidrocéfalos al mundo. No dejéis de observar, en el bebedor, la presencia de una sed devoradora al día siguiente, y a menudo al final de su orgía. Esa sed, consecuencia evidente del uso de los jugos gástricos y de los elementos de la salivación que se ocupan en su centro, puede servir para demostrar que nuestra conclusión es correcta. 


Traducción de Julio Baquero Cruz

[Tomado de Tratado de los excitantes modernos, menoscuarto, España, 2009]

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